Quiero narrar historias con moralejas y sin ellas, así como expresar mis pensamientos sobre este mundo en que vivo a través de mis artículos de reflexión
CUENTOS POR CALLEJAS
Hay base en la realidad y/o en la ficción en todo cuanto opino y/o narro.
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domingo, 16 de enero de 2011
MI AMADA LUCI
Se llamaba Lucy, aunque ella insistía en que era con "i" latina, o sea, Luci. Aquello al principio me pareció algo sin importancia, pero luego supe que sí lo era para ella por razones que explicaré.
La conocí en un cocktail al que fui invitado por una amigo tras la presentación de un libro sobre temas esotéricos. La verdad es que nunca llegué a leer aquella obra, porque Lucy, o Luci, acaparó todas las horas libres de mi vida. No hubo lugar en mi cerebro sino para que mi pensamiento estuviera pendiente de ella. Es decir, que me enamoré perdidamente de esa forma que Ortega y Gasset definió como "idiotez transitoria" o algo así. El idioma inglés, tan gris para otras cosas, tiene un verbo muy expresivo para eso del enamoramiento: "to fall in love", caer en el amor. Nada más apropiado para mi caso porque caí en un abismo del que estuve a punto de no salir.
Lucy era guapa, con una belleza extraña, alucinante, irresistible. Cabelllo negro enmarcando un rostro de marfil de finos rasgos y una figura esbelta, con una forma de caminar elegante y majestuosa. Además, su personalidad era muy interesante. Había algo en sus palabras que, junto a sus misteriosos ojos, me fascinaban.
Manteníamos largos diálogos, o, mejor dicho, monólogos, pues ella hablaba de sí misma y, sobre todo, de los profundos ideales que informaban su vida. Pero me tenía intrigado. Un día le pregunté:
- Todavía no sé cuáles son esos ideales de los que hablas. Me suenan algo extraños y quisiera que me lo explicases.
- Mis ideales no son los tuyos, y temo que no me comprendas.
- ¡Oh sí! Trataré de comprenderte, Lucy.
- Tal vez -responde ella- pero antes debes entender la grandeza de quien manda sobre mi alma.
- ¿Se trata de alguna de esas sectas que hay por ahí?
- ¡Qué vulgar eres! Yo no pertenezco a ninguna secta sino al único y poderoso Príncipe. Mi propio nombre lleva las letras que lo identifican.
- Dime- me preguntó- ¿Cómo es mi nombre y mi apellido?
- Pues, Lucy y ... Fernández, creo.
- Exacto, ¿y cuál es la primera sílaba de mi apellido?
- Fer... claro.
- Fíjate entonces, me llamo Lucy y esa primera sílaba da L-U-C-I-F-E-R.
- ¡Puñetas, es verdad!- exclamé. Tiene gracia la cosa.
- No es que tenga gracia. Es que es un signo que me recuerda mi natural pertenencia al Príncipe de las Profundidades.
- Realmente no creo que tus ideales se amolden a los míos. Todo esto es extraño para mí.
- No importa. Se´que me amas y me deseas. Yo seré tuya para siempre si haces lo que te pida.
- ¿..?
- Lo que te pido es que hagas algún acto de los que la gente considera "malos".
- ¿Matar, por ejemplo?
- Quizás. Eso lo dejo a tu elección. Lo que importa es que sea lo bastante perverso. Algo que deje en tu corazón la certeza del mal. Tú me lo ofrecerás y yo, a mi vez, se lo diré a mi Príncipe como homenaje a su grandeza.
- La verdad, me dejas hecho un lío- respondí-. No me creo capaz de obrar así, fríamente.
- ¡Sentirás el ardor del mal! Te aseguro que es una sensación inigualable. Los grandes malvados que en el mundo han sido han sentido la maravilla del Mal. Muchos han creído que era conquistar el poder, mas no es así. Su verdadero gozo era la capacidad de saber qué gloria les cubría por sus monstruosos actos. Además, como ya te he dicho, el premio soy yo... de momento.
Esto me lo dijo con una encantadora sonrisa y un brillo en sus ojos que me hipnotizaron.
Accedí. Sí, accedí. Realizaría una acción maligna con tal de poseerla. No sé cuál es la fuerza del Diablo para intervenir en la vida de los hombres, pero sí que sé la que tiene una mujer hermosa.
Así que, ni corto ni perezoso, me dispuse a elaborar un plan que fuese lo suficientemente malo para que satisficiera a mi amada. ¡Mataría a alguien en un paso de peatones! Sería fácil y posiblememte no despertaría sospechas.
Aquella avenida era una de las más transitadas en la ciudad. En uno de sus pasos para peatones controlados por semáforo me coloqué a la espera de mi víctima. Ésta se presentó en forma de un invidente. Le dije que le ayudaría a cruzar y que esperase mis instrucciones. En un momento determinado en que no pasaban coches, le dije que cruzase porque ya estaba libre para peatones. Pero no era así. Un vehículo negro se acercaba a toda velocidad y calculé con rara precisión que estaría a la altura del ciego en el momento oportuno. Así fue, pero el conductor del coche negro viró bruscamente el volante y se estrelló contra el poste del semáforo. El hombre invidente salvó la vida.
La policía acudió rápidamente y asistió a los dos ocupantes del coche que estaban heridos. Inmediatamente, descubrieron que los viajeros del vehículo accidentado eran "El Gibraltareño" y "El Chocolatero", dos peligrosos delincuentes buscados por la justicia. La prensa del día siguiente resaltó el hecho del apresamiento de los dos bandidos, considerándolos un golpe de buena suerte.
¡Qué desilusión para mí! Algo tan sencillo resultó un fracaso. Había que buscar pero ¿cuál?
Decidí dar un largo paseo hasta mi apartamento. En una céntrica plaza me topé con una monja, no recuerdo de qué Orden, que me pidió un donativo para un centro de asistencia para niños huérfanos. Otra compañera se sentaba detrás de una mesa donde se exponían folletos explicativos de la obra benéfica. Tomé uno de los papeles para hojearlo.
- Por favor, señor ¿nos podría ayudar para los huérfanos? Me dijo una de las monjitas.
- Pues no llevo más que unos céntimos, pero prometo enviarles algo. Denme su dirección, por favor.
- Con mucho gusto, señor.- Respondió una de las religiosas-. Y que Dios le pague su generosidad, sea lo que sea.
Me fui con la para mí feliz pretensión de hacer una jugarreta a las buenas monjas. Esta vez sí que iba a salir bien mi diabólica acción. No podía fallar y me regocijaba pensando en la cara que iban a poner en aquel convento.
En un viejo escritorio heredado de mi padre, con un montón de papeles y documentos, vi un arrugado sobre, que no sabía por qué, se había guardado allí. Una borrosa dirección estaba escrita en el sobre y un sello de correos se adhería en la esquina derecha. Taché la dirección, puse la del convento y rellené el sobre con recortes de periódicos, con el cuidado de que tuviesen el mismo tamaño que los billetes de banco. Aquello resultaba abultado y causaba buena impresión.
Satisfecho por mi supuesto ingenio, me encaminé a la dirección que me habían dado las monjas, y entregué el sobre a la hermana portera, que lo tomé con una sonrisa y unas palabras de gratitud.
Pasaron unos días y, entretanto, me alegraba contando a Lucy mi fea jugada que desconcertaría a las buenas monjas. ¡Qué ojos pondría la Superiora al ver el contenido del sobre! ¡Qué desilusión, qué chasco! Me recreaba hablando de ello con Lucy, y ella me premiaba con su encantadora sonrisa y su atrayente mirada.
Pero aquella gozosa sensación del deber cumplido con mi adorada Lucy se vino abajo pasados unos días, cuando recibí una carta de la Superiora del centro al que entregué mi supuesto óbolo. Decía: "Querido señor, es usted un bromista y no dudo de que lo hizo para restar importancia a su generosa donación. Realmente nos hemos reído con su chanza.
Usted escondía su altruismo fingiendo unos presuntos billetes, cuando en realidad lo hizo con ese antiguo sello postal referente a la Exposición Universal de París de 1889. Una joya filatélica. Nos ha dicho un experto que lo valora, al menos, en diez mil dólares. Me dice también que en el mercado internacional su valor puede verse muy aumentado.
Que Dios le bendiga y le colme de bienes.
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