CUENTOS POR CALLEJAS

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lunes, 5 de abril de 2010

EL DRAGÓN Y LA PRINCESA


Érase una vez una hermosa princesa llamada Nadia que vivía en una pequeña ciudad de nombre Larraceleta situada en el valle del río Oca.

 Un malvado dragón también vivía no muy lejos de allí y tenía una gruta en una montaña que dominaba el valle.

 El dragón, ansioso de poder, decidió secuestrar a la princesa cuando esta una tarde paseaba por el campo recogiendo florecillas y alimentando a los pajarillos.

 La gente del lugar se lamentaba con intenso dolor de semejante aprehensión y clamaba al Cielo por la liberación de la princesa que era para ellos paradigma de la bondad.

 Un día, semanas después de la desaparición de la doncella, un caballero algo andante llamado Frederique de Fadrique, hizo parada y fonda en la posada del pueblo y tuvo noticia de la fechoría del dragón.
 Los buenos lugareños le rodearon y le suplicaron que librase a su bienamada paisana y prometieron al caballero colmarle de honores si les devolvía a su princesa sana y salva.

 El caballero tenía buena pinta y parecía curtido en mil batallas contra los infieles y su lenguaje demostraba conocimiento y finura.
 Así que a la mañana siguiente y seguido durante un buen trecho por un considerable número de campesinos, tomó con su caballo el camino que se dirigía a la montaña.

 Pronto se quedó solo y unas leguas más arriba vio asomar al dragón su terrible cabezota.
 El caballero, sin amilanarse, siguió avanzando y cuando se encontraba más cerca, el dragón lanzó un chorro de fuego por la boca que es lo que solían hacer en aquel tiempo los dragones.

 Frederique detuvo su montura pero no desenvainó su espada. Con una mano en la barbilla se quedó un momento pensativo y luego dijo:

 -Oye, dragón. Esa lengua de fuego que lanzas hacia mí es una verdadera birria. Con eso no quemas ni un palillo.

 -¡Ay, desconocido caballero! Corren malos tiempos para mí. No sabes el precio al que se ha puesto la gasolina.

 -¡Huum! -dijo el caballero con expresión seria.

 -Escucha, dragón. Te hago una propuesta. Si te traigo un bidón grande de gasolina ¿soltarás a la princesa?

 -Pues no me parece mal, pero...¿puedo fiarme de ti? -preguntó el dragón.

 -Claro que sí. Tú no la soltarás hasta que te haya traído el combustible.

 Ni corto ni perezoso el caballero Frederique trotó hacia el pueblo y allí, sobre una mula, colocó el bidón que había comprado en la abacería.
 Alegre en su caballo y tirando a remolque de la acémila se dirigió hacia la cueva del dragón, el cual lo vio aparecer con ojos muy abiertos y una amplia sonrisa que mostraba sus puntiagudos dientes.

 Hecha la entrega, el dragón permitió al caballero que entrase hasta el fondo de la cueva donde se encontraba la princesa.
 Ésta, al verlo, se echó en sus brazos y cubriéndole de besos le gritó:

 -¡Mi valiente caballero, has venido a librarme del dragón! ¡Gracias, gracias, te amo, te adoro!

 El caballero, tomándole de la mano, la llevó en su caballo y subiéndola en la grupa se dirigió hacia el valle.

 El dragón permaneció en la entrada de su gruta echado en el suelo como un perrillo y mirando dulcemente la marcha de la princesa.

 Cuando llegaron al pueblo el recibimiento fue apoteósico.
 Los lugareños les adornaron con flores e hicieron sonar las campanas de la iglesia a la cual se dirigieron para que el cura celebrase un "tedeum" en acción de gracias.

 Terminada la ceremonia, el párroco les hizo gestos a la princesa y al caballero para que se acercaran al altar.

 -Hijos míos, os voy a unir en el sagrado sacramento del matrimonio -dijo.

 Aquello cogió desprevenido a Frederique.

 -Eh, pero...yo es que...no sabía...o sea...yo...

 -Comprendo vuestro nerviosismo caballero. Casar con tan bella dama no es cosa baladí. Pero vuestro valor os ha hecho merecedor de tan hermoso premio y no tengáis cortedad por vuestra noble modestia.

 Frederique miró hacia la princesa que resplandecía en toda su belleza e iluminada por una encantadora sonrisa.
 Sus ojos estaban brillantes mientras miraba arrebolada al caballero mientras lo sujetaba por el brazo.

 Así que ambos recién casados fueron felices y comieron perdices.

 Los habitantes del lugar eran tan pródigos en hacerles continuos regalos de aquellas sabrosas aves que tanto abundaban en aquellos campos que Frederique ideó una pequeña factoría para envasar perdices en escabeche y como el lugar era paso obligado para los peregrinos que iban a Compostela el negocio prosperó y él sintió el gozo de hacer a su esposa continuos regalos de oro y pedrería que ella recibía casi con indiferencia.

 -Esposa mía -le inquirió un día. -¿No gustas de mis obsequios? ¿Acaso son poca cosa para ti?

 -Realmente es así, amado esposo -respondió ella.-Todo lo que me regales es poco comparado con el valor que demostraste para rescatarme de aquel monstruo.
 Todo el oro de las entrañas de la tierra es algo nimio ante tu valentía e hidalguía. Te adoro como eres aunque viviese como una labradora.

 Aquella respuesta dejó anonadado al caballero, que no pudo evitar derramar una lágrima que se escondió en su tupida barba.
 Inmediatamente pensó que si su princesa supiera la verdad, se desmoronaría el tan alto concepto que ella tenía de él. Se convertiría en un ídolo de barro y acabaría soportando las chanzas que ella le lanzaría amén de su repudio.

 ¿Y quién sabe? hasta la expulsión de aquel lugar.

 "Hay que hacer algo y pronto" pensó.

 De modo que a la mañana siguiente muy temprano, con la excusa de ir a cazar jabalíes, cabalgó al galope hasta la cueva de la montaña y allí propuso al dragón que en lo sucesivo no le faltaría el sucesivo suministro de combustible para seguir siendo un temido y admirado dragón, si contaba que había sido vencido por él sin necesidad de lucha, sólo por la impresión que le produjo su presencia.
 Al fin y al cabo el Cid Campeador ganó una batalla después de muerto sólo porque alguien colocó su armadura sobre el caballo y eso aterrorizó al enemigo .

 El dragón quedó encantado con su oferta y he aquí que se hizo famoso por sus continuas exhibiciones de llamaradas de fuego que asombraban a propios y extraños .

Los peregrinos que iban a Santiago hacían parada y fonda en Larraceleta-con gran contento del posadero-y aquellas gentes que se acercaban a ver el dragón dejaban frente a su cueva obsequios de alimentos que proporcionaban una fuente de ricas viandas.

 Naturalmente, el caballero y su princesa siguieron siendo felices, la villa prosperó y continuaron comiendo perdices, aunque de forma más moderada, porque la bella Nadia observó un aumento de su cintura y ya se sabe que las damas no gustan del exceso de peso.

 Y he aquí, queridos niños, cómo esta historia nos muestra cuán valiosa es la inteligencia para llevar a cabo nobles acciones y que como demostró Ulises siglos antes, se puede lograr más por la astucia que por la fuerza bruta.

1 comentario:

P dijo...

Es divertido, muy original.