CUENTOS POR CALLEJAS

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domingo, 13 de junio de 2010

FÚTBOL: GLORIA Y CASTIGO




Para aquel tipo el fútbol lo era todo. Bueno, casi todo.

 Había alcanzado un puesto importante en una empresa por su capacidad y dedicación, pero su vida "espiritual", su "religión" era el fútbol. Más concretamente su amado equipo local.

Tras varios años como seguidor, forofo empedernido, formó parte de la directiva del club cuyos colores amaba como un patriota ama los colores de su bandera. Lucía un anillo con el emblema del equipo e incluso llevaba alguna camiseta durante el verano con las barras como las del uniforme de los jugadores.

 Había logrado el puesto de gerente de la compañía donde prestaba sus servicios después de largos años de duro trabajo y afortunadas acciones que le proporcionaban unas ganancias considerables y un estatus social alto.

 No obstante, algo faltaba en su vida, algo que llenase su alma con un ideal noble en el que volcar sus esfuerzos. ¿Y qué ideal más sublime que luchar por su equipo de fútbol? Así pensaba aquel hombre, mejor dicho, soñaba con una gloria que en aquel momento parecía inalcanzable.

 Era la suya una pequeña ciudad con un también pequeño equipo de fútbol, pero todos los habitantes de la localidad aspiraban al ascenso que, siendo uno modesto de tercera división, alcanzó la segunda. La fuerza de sus jugadores, la buena dirección y el entusiasmo de la hinchada aspiraban con ardor a la primera división.

Mas había un inconveniente: la necesidad de fichar uno o varios jugadores de categoría para conseguir un equipo competitivo que escalase un puesto prominente. No había dinero para tan ambicioso proyecto. Nuestro hombre, miembro de la directiva, propuso un plan de fichajes que les daría la meta soñada. Cuando le preguntaron cómo conseguirían los fondos necesarios, él respondió que eso era cosa suya. Como sabían el importante puesto que ocupaba en su empresa, dieron por supuesto que pondría dinero de su bolsillo. Esta actitud le valió para que fuese nombrado con entusiasmo Presidente del Club X F.C.

 Efectivamente, el Presidente invirtió todos sus ahorros, fruto de largos años de trabajo, en el fichaje de un nuevo jugador. Pero no fue suficiente. Su nueva posición en el equipo le llenaba de orgullo y le inspiraba un gran sentido de responsabilidad. Pero, ¿cómo demostrar su grandeza si no podía pagar nuevos jugadores?
 ¿ Cuánto dinero se necesitaba? Él había gastado todo cuanto tenía, ¿cómo conseguir más?
 Durante muchos días el problema le arrebató el sueño. Pensaba en la cama acerca del asunto y éste le impedía concentrarse en su trabajo.

 Al fin, creyó haber encontrado la solución. Vendería parte de la mercancía que se almacenaba en su empresa y más tarde lo compensaría con los beneficios que esperaba lograse el club. Nadie se enteraría porque gozaba de poder absoluto en la compañía y no daría lugar a una inspección o una auditoría.

 Pasó el tiempo y el Club X F.C. consiguió los fichajes apetecidos, lo cual colocó en la órbita de los ganadores al equipo, a la ciudad, y, sobre todo, a nuestro Presidente.
 Éste rebosaba de satisfacción.

 Llegado el día triunfal, el Club X F.C. ganó el partido que le subiría a primera división. El clamor del público en el estadio era indescriptible. La masa de hinchas se llegó hasta el palco presidencial y tomando al Presidente en hombros lo paseó por el césped del campo una y otra vez, mientras los gritos de la muchedumbre se mezclaban con la música de los altavoces. El Presidente creyó vivir en un sueño de gloria, una gloria inenarrable que premiaba sus esfuerzos.

 Amainado el jolgorio popular, la directiva propuso celebrar el evento en un restaurante de la localidad. Fueron saliendo del estadio y, ya en la calle, alguien llamó al Presidente. Ésta se acercó a quien le requería y comunicó a sus compañeros que le esperasen en el local donde tendría lugar la fiesta, que iría después.

 No llegó al restaurante ni nunca volvió a ver a sus amigos. El que lo esperaba en la salida era un inspector de policía acompañado por dos agentes, que le mostró una orden de detención por desfalco en la empresa en la que trabajaba. Fue juzgado y condenado a varios años de cárcel.

 Nadie acudió a visitarlo durante ese tiempo, excepto su hijo--que le mostró su desprecio--y su mujer, quien poco después se separó de él, refugiándose en una finca rústica propiedad de sus hermanos. Sus antiguos amigos le dieron la espalda; unos lo consideraban un bribón y otros lo tomaban por un imbécil.

 Cuando salió de prisión, vagabundeó por los barrios bajos de Madrid, adonde se había trasladado y donde nadie lo conocía. Allí vivió de las limosnas que podía en las puertas del metro y de la comida que alguna institución benéfica le daba de vez en cuando.

 Una mañana fría de otoño alguien vio un cadáver mutilado en las vías del tren, a la salida de la estación de Atocha. La policía halló en las ropas del muerto su documentación y fue enterrado en una fosa común.

 Nadie reclamó su cuerpo.