CUENTOS POR CALLEJAS

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lunes, 30 de agosto de 2010

LAS MIL Y UNA CENAS




Llevaba muchos años de matrimonio. Supongo que demasiados.
 Empiezan a ser demasiados cuando los defectos de la pareja comienzan a ser insufribles. Al principio, las pequeñas faltas son cosas que consideramos superficiales y pensamos que, con el tiempo, serán  corregidas o, al menos, reemplazadas. Pensamos, ingenuamente, que nuestra personalidad se impondrá sobre la otra y que encauzaremos por los rectos caminos de la cultura, los buenos modales, el buen gusto y todo lo que hace a una persona encantadora y elegante. Sobre todo, si es una mujer.

Así que yo me creí un Pigmalión y que lo que yo tenía por facetas vulgares de mi guapa esposa serían corregidas por mis sabios consejos en el transcurso del tiempo.
Pero como decía mi abuela materna, los años no mejoran a las personas(y no se refería al aspecto físico, claro) sino que los defectos se incrementan y retuercen como los troncos de esos olivos viejísimos que parecen doblarse por el paso de los siglos.

La verdad, ya estaba harto de oírle decir estupideces, de su resistencia a leer buenos libros, de su afición al chismorreo con sus amigas y vecinas, de sus sonoros pedos cuando ella creía que yo no la oía, y de esos horribles cilindros en el pelo cuando se levantaba por las mañanas.

Bueno, no quiero enrollarme con estas disquisiciones y salirme del tema principal. El caso es que decidí eliminarla. Quiero decir asesinarla, cosa que algunos maridos por ahí desearían hacer pero no pueden. Porque matar no es difícil sino hacerlo de tal forma que no encuentren el cadáver y montarse una perfecta coartada. Yo llegué a elaborar un  plan que era intachable, infalible. No puedo decirlo, lo siento, pues entrar en esos detalles sería inmoral, por despertar en otros un oculto deseo que podría convertirse en irrefrenable.

Mi esposa era lista. Con esa intuición que las mujeres tienen más desarrollada que los hombres empezó a mirarme de reojo y a quedarse observándome con el ceño fruncido, cuando sentados frente al televisor soportaba uno de sus deplorables programas de marujas.

Pasaron un par de semanas. Elaborado mi genial proyecto, estaba dispuesto a llevarlo a cabo. La noche en que pensaba liquidarla salía de la cocina un extraño pero agradable olor, como el de esos restaurantes de lujo, donde los efluvios de las viandas impregnan el ambiente.

Yo veía la tele sentado en mi butaca favorita. Ella entró sigilosamente y , plantándose ante mí con sus manos atrás, me dijo:

"Tengo una sorpresa para ti, querido." Y pasando lentamente una mano hacia delante me mostró una pequeña bandeja sobre la que reposaban unos canelones humeantes y dorados.

"Pruébalos. Te gustarán. Celebrarás mis cursos de cocina."

No pude resistirme. Me senté a la mesa y degusté los canelones.
De postre, unas exquisitas fresas de Huelva y todo fue acompañado de un vino de la zona que yo desconocía.

"Mañana tendrás otra sorpresa que te gustará aún más". Aquello me dejó intrigado y decidí aplazar mi plan asesino. Soy proclive a los placeres gastronómicos y no quedé defraudado.

En días sucesivos, cada noche resultó sorprendente. Delicias de todas clases aparecían ante mí. Noche tras noche saboreé pescados fritos como se hacen en Andalucía, hermosos chuletones de Ávila, arroces valencianos, escudellas catalanas, merluzas y bacalaos vizcaínos, pescados de Galicia preparados de muy diversas formas. Luego, ella me dijo que cada región española tenía tan amplia variedad de platos que nunca llegaría nadie a conocerlos todos.

Pero yo decidí que sí sería capaz y me introduje en el campo de la fabada asturiana, los garbanzos manchegos, y un montón de cosas más. La casi infinita variedad de quesos españoles fue otro descubrimiento para mí.

A todo esto añádanse los vinos tan variados de otras partes. Desde los alegres y olorosos de Jerez y Montilla hasta los riquísimos tintos riojanos, pasando por otros muchos de cada región. Diría yo de cada provincia, ya que algunos caldos eran de poca cosecha y no tenían ni marca; sólo eran de consumo local.

Hablar de gastronomía española sería interminable. Por algo, los invasores franceses del ejército napoleónico robaban recetas. Entre otras cosas, claro.

Así pasaron mil y un días, mejor dicho, mil y una noches, y mis intenciones criminales se diluyeron entre platos, vinos y postres.

Engordé cincuenta kilos, el hígado empezó a resentirse y el colesterol subió como el cava catalán. En esas condiciones no sentía yo otro deseo que no fuese el de esperar a la noche siguiente, con la sonrisa de mi mujer, que me pareció un poco burlona. Aunque no me importaba.

"Muera Marta pero muera harta". Eso decía mi abuela con mucha razón.

2 comentarios:

P dijo...

Este humor es realmente negro. Tiene un punto simpático.

P dijo...

Me gustó el relato.