CUENTOS POR CALLEJAS

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domingo, 31 de julio de 2011

JUSTICIA MEXICANA





Cuando aquella extraña Monarquía encarnada en el Emperador Maximiliano se instaló en México, numerosos personajes extranjeros acompañaron al Monarca, algunos con la intención de medrar en aquel gran país.

Uno de ellos, Monsieur Pierre Dupont no albergaba ideas románticas acerca de un sistema que no era querido por la mayoría del pueblo mexicano. Su anhelo era obtener riqueza, sin importar cómo. Apoyado por la autoridad imperial, consiguió el arrendamiento de una gran extensión de tierra en un lugar no muy lejos de la capital.

Aquel trato era singular. Los arrendadores, que eran numerosos, se ofrecieron para trabajar aquella hacienda como empleados de Monsieur Dupont. Las difíciles circunstancias que atravesaba la Nación empujaron a aquellos hombres a realizar de esa manera el contrato, pues el precio del arriendo era bajo; conseguido más por veladas amenazas que por un sentido de la equidad. Hay que aclarar que esos campesinos constituían una comunidad que había recibido aquellas tierras de cultivo del Rey de España, en el siglo XVIII.

El primer año fue abundante en lluvias, y la cosecha de cereales prometía ser buena. Pero los agricultores de Mr. Dupont estaban descontentos con los salarios tan poco elevados que estaban recibiendo. Pensaban, con razón, que si la cosecha iba a ser espléndida, arrendamiento y sueldos resultaban casi míseros.

Intentaron elevar a Dupont sus peticiones, mas no fueron recibidos por el arrendatario. Exasperados, decidieron recurrir al Padre Francisco, Panchito para los lugareños, que era el cura del pueblo, con el objeto de que intercediese por ellos.

El P. Panchito se presentó en la mansión de Monsieur Dupont. Era aquel clérigo un hombre menudo de tez morena y mirada intensa. Tras los saludos protocolarios, el párroco expuso las quejas de sus feligreses.

-- Déjese de monsergas, padre-- le espetó agriamente Dupont.-- Yo sé cómo tengo que tratar a mis monos. Ya tengo experiencia.

-- ¡No llame "monos" a mis parroquianos!

-- Sus parroquianos son indios ¿verdad? Así llamo a indios y a negros; y no creo que eso esté mal.

-- Esos hombres son ciudadanos mexicanos, y merecen respeto. Mire, también yo soy indio, y me siento orgulloso de ello. Pero más orgulloso me siento por entregar mi vida a Dios, y servir a los hombres.

-- Bueno, no se ofenda. A usted no le llamaré "mono". Pero sepa que tengo una experiencia heredada de mis antepasados, cuando vivían en Haití. De ellos aprendí a tratar a los negros.

-- ¡Estos campesinos no son negros!-- gritó el Padre Panchito.-- Y si lo fueran, asimismo defendería yo sus derechos. Pero parece irónico que usted me diga que sabía cómo tratar a los negros. ¿Acaso no se sublevaron contra sus compatriotas por el trato inhumano que recibían? ¡Ha sido el de Haití el más vergonzoso de los episodios de la colonización, y usted me viene diciendo cómo portarse con ellos!

Monsieur Dupont dio por terminada la discusión. El P. Panchito volvió entristecido a su pueblo. Allí reunió en la iglesia a los habitantes, y les explicó la entrevista con el arrogante personaje.
Algunos campesinos propusieron eliminar al francés cuando éste llegase a la localidad.

-- No voy a consentir un asesinato -- arguyó el sacerdote.-- Mejor será que lo pongamos en manos de Dios. Pidamos justicia al Altísimo.

Una fuerte discusión se originó entre los concurrentes, y al final no se decidió nada en concreto.

Pocos días después Monsieur Dupont montó en su caballo y partió para el pueblo. Algunos campesinos que lo sabían resolvieron apostarse en el camino para interceptar su paso.

Mas aquel día se desencadenó una terrible tormenta, con viento huracanado, que no era propia de la estación. Pierre Dupont se vio inmerso en la turbulencia del vendaval, y desapareció de la senda. Nadie se percató de lo sucedido. Pero el cuerpo fue descubierto colgado de la rama de un árbol. Su caballo pastaba plácidamente a poca distancia; no parecía haber sufrido daño alguno.

Pero ¿qué pasó con la cosecha y el contrato de arrendamiento?

El Juez que intervino en el caso determinó que, puesto que Dupont no había pagado a los arrendadores, éstos se quedarían con los beneficios de la cosecha. El señor galo no tenía ni herederos ni familiares.

Ninguna persona acudió a su entierro, pero el Padre Panchito rezaría por su alma.

5 comentarios:

Abuela Ciber dijo...

Los dueños de la tiera por derecho propio los INDIGENEAS de América, fueron horriblemene masacrados por el invasor.

Desde niña lei la historia Precolombina y colonial y, aún siendo descendientes de emigrantes europeso, mi corazon lloró.

Aún los dueños de estas tierras esperan ser recompensados.

Buenisimo leerte.

Cariños

TORO SALVAJE dijo...

Me ha dejado un buen sabor de boca este relato.
Por varios motivos.
En primer lugar porque está muy bien escrito, después por la lección que atesora y finalmente porque acaba bien.

Gracias.

Saludos.

FEPETE dijo...

Abuela Ciber, gracias por su comentario. Aunque discrepo en parte, porque los derechos de los indígenas en América, salvo excepciones, fueron únicamente respetados por la Corona española. Compare este dato con lo que los anglosajones hicieron en Norteamérica, y podrá hacer una valoración. Así lo determinó el historiador británico Arnold Toynbee.




Toro Salvaje, muy agradecido por su comentario, que estimula mis ganas de seguir escribiendo.

CAMPO LITERARIO dijo...

Estimado Federico, agradezco tu visita y los amables comentarios dejados en mi blog, he pasado de visita también y me he delitado con tus letras, me encantan tus relatos, están bien escritos y siempre dejan algo bueno al cierre de la trama.

Con mucho aprecio,

Julio Dìaz-Escamilla dijo...

Sirve la narración y el talento autoral para dar una lección a Dupont. Más metido en la leyenda que en un hecho histórico, me ha encantado la desenfadada pluma del autor. Felicitaciones.
Un abrazo.